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El Mercat de Santa Caterina, una tormenta multicolor

Santa Caterina, uno de los mejores edificios de España.

Cuando daba clase en la ETSAM, a menudo decía a mis alumnos que un proyecto de arquitectura debe ser bueno por sí mismo, sin atender a procesos, sin contemplar la narrativa que lo haya creado. Porque, al final, un edificio se vive desde la experimentación inherente; es decir, que tú habitas una casa y te da igual quién y por qué esa casa es como es. Es suficiente con que sea buena.

Pero no siempre hay posibilidad de experimentar la obra. Por ejemplo, cuando contamos un edificio (en realidad, cualquier artefacto de cualquier disciplina), necesitamos de la narrativa para transmitir las bondades o las desdichas que lo han creado, lo rodean o lo conforman. Lo suyo sería decir: “Vayan a ver el edificio y verán qué bonito es” pero claro, eso no funcionaría, así que, queramos o no, no tenemos más remedio que contar una historia.

Las historias de arquitectura suelen seguir el relato más puramente físico: las condiciones urbanas del entorno o a las preexistencias topográficas que generan el edificio. Sin embargo, la historia del Mercat de Santa Caterina en Barcelona es tan emocional que nace el día en que nació su creador.

Enric Miralles nació el 25 de Febrero de 1955 en el barrio de Sant Pere i Santa Caterina. Es fácil imaginarle a los seis o siete años, correteando alegre entre el zoológico y la Vía Laietana y entre la Barceloneta y el Parc de la Ciutadella. Seguro que, de tanto en vez, también acompañaba a su madre al mercado del barrio. Allí, el niño Enric se escapaba para mirar con ojos curiosos los puestos multicolores de fruta y especias, para oler los pescados frescos y también los arenques en salmuera de las casetas de ultramarinos.

En esa época, el viejo mercado tenía un viejo techo que hablaba, sobre todo los días de tormenta. Repiqueteaba con violencia asustando a los niños y no era raro que, si el viento arreciaba, le arrancase alguna teja o algún trozo de cerámica de la cubierta. El Mercat de Santa Caterina era el primer mercado cubierto de Barcelona, construido entre 1842 y 1844 sobre la traza del antiguo convento que ocupaba ese mismo solar. Ciento veinte años después era muy viejo. Ciento cincuenta años después, en 1997, necesitaba ser nuevo.

En 1997, Enric Miralles tenía 42 años y era una tormenta en el panorama arquitectónico mundial. Posiblemente el arquitecto más creativo, más ambicioso y más sensible que había surgido en España desde los grandes maestros de los 60 y 70. Capaz de definir con precisión quirúrgica la silueta de un croissant o de convertir un cementerio (el de Igualada) en un camino que querríamos recorrer más de una vez.

Ese año, el ayuntamiento le encargó a él y a Benedetta Tagliabue, su mujer y compañera de estudio, la rehabilitación del Mercat de Santa Caterina, lo cual era poco menos que pedirle que rehabilitase un trozo de su infancia. Más aún cuando su oficina se situaba exactamente en frente de la obra, mirando a la cubierta desde arriba.

El proyecto acometía un programa más complejo que el del propio mercado, incluyendo viviendas y espacios públicos. Con todo, la intención de Miralles y Tagliabue nunca fue derribar y construir desde cero. Querían dejarlo casi intacto, apenas una recuperación de la topografía urbana y una nueva cubierta que, de algún modo, unificase toda la operación arquitectónica.

Así, junto con el ingeniero José María Velasco y el artista Toni Comella, crearon un techo del que guarecerse de la lluvia pero que tuviese el color de las frutas y la forma de las tormentas. Una nube agitada y ondulante sobre los vecinos del barrio de su niñez. El proyecto dio la vuelta al mundo de la arquitectura. La cubierta multicolor conformada con teselas cerámicas al modo del trencadís modernista resplandecería como la Barcelona que Miralles siempre había querido tener en sus ojos. Pero nunca llegó a verla terminada.

El 3 de julio de 2000, Miralles murió de un tumor cerebral. Perdimos su mirada delicada y explosiva. Pero no perdimos su manera de entender el tiempo y el mundo. Y tampoco nos quitó su obra, ni la construida ni la proyectada.

Cinco años más tarde, Benedetta Tagliabue terminó la obra que habían comenzado juntos. La inauguración sirvió de pistoletazo de salida a la nueva Ciutat Vella; una aleación emocional de viejas paredes y olores de restaurantes recién abiertos. De flamantes puestos de comida con las mismas especias y los mismos pescados que el niño Enric miraba cuarenta años atrás. Y es fácil imaginar a Benedetta de la mano de otra niña, de la hija que tuvo con Enric, paseando bajo la cubierta ondulante de frutas y madera. La niña, por cierto, se llama Caterina.

Más de una década después de abierto, el Mercat de Santa Caterina es la obra maestra de Enric Miralles y Benedetta Tagliabue. Es una de las piezas arquitectónicas más sensibles y más valientes de lo que va de siglo y también es uno de los mejores edificios de nuestro país.

No sabemos si en un futuro próximo o remoto, Barcelona seguirá formando parte de la unidad administrativa a la que llamamos España pero, si les soy sincero, a mí me da igual, porque el Mercat de Santa Caterina seguirá siendo mi patria. Porque si la patria se compone de la cultura de la que podemos sentirnos orgullosos, mi patria la han creado Miralles y Tagliabue, como lo han hecho Miguel Delibes, Rosalía de Castro, Octavia Butler o Igor Stravinsky.

Artículo de Pedro Torrijos Arquitecto, crítico cultural y Profesor de la ETSAM.

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