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Plaza de España de Adeje: una plaza del S.XXI

La plaza de España de Adeje, al sur de Tenerife, es a la vez escenario, jardín público, mirador y aglutinante urbano. Además, la obra oculta una sorpresa que podría multiplicar incluso más su uso.

Entre el blanco impoluto de la Iglesia de Santa Úrsula y el antiguo Convento Franciscano de Adeje había espacio para reinventar la ciudad. La Plaza de España cumplía el papel de servir como escenario público y lugar de convivencia, unía además los huecos y los volúmenes la calle Grande de Adeje. Sin embargo, ignoraba algunas las grandezas de esta localidad tinerfeña: el paisaje de dragos, jazmines silvestres, almácigos, gavilanes y búhos chicos y la sorprendente orografía del barranco del Infierno.

El arquitecto tinerfeño Fernando Menis ganó un concurso para intervenir en el lugar, y construyó una nueva plaza que trató de multiplicar los usos de ese espacio. Con hormigón, piedra basáltica y vegetación local tendió una alfombra urbana que se pone a los pies de los edificios del siglo XVII al tiempo que se rinde ante las vistas del barranco. Así, la plaza es hoy el preámbulo de la llegada a ese barranco: lo acerca, lo enmarca, lo pone en valor. Menis hizo demoler una hilera de pequeñas viviendas en ruinas para recuperar las vistas y acercar el pueblo a la vegetación que lo rodea.

 

Hoy, la plaza tiene sombra y asiento –las jardineras sirven de banco- y parece conducir desinhibida directamente al precipicio, volcándose hacia el barranco. Sin embargo, al llegar al vacío junto al precipicio, unos peldaños ocultos y unas gradas de hormigón conducen hasta un mirador inferior. De esta forma, la Plaza contempla a la vez la vida de la localidad y la del paisaje que la rodea y realiza un ejercicio doble introspectivo y extrovertido al acoger a un tiempo fiestas populares, bailes y reuniones vecinales y extasiarse ante la panorámica del barranco.

Por eso, esta es una plaza paradójica que separa a la vez que une, que consigue un hueco a la vez que ordena un espacio. No rellena, deja sitio. Enmarca, conduce, se ofrece, y se pone a la vez a los pies del visitante y a los de la exótica vegetación del lugar.

Con todo, lo más curioso de esta intervención se descubre cuando uno se separa de la calle Grande y busca la marca de la plaza en la distancia. Entonces, ese polivalente espacio aparece como lo que en realidad es: un balcón con vistas al barranco y, a la vez, la cubierta de un edificio. Bajo la Plaza, el proyecto se triplica en una serie de galerías destinadas a acoger, en principio, el nuevo Museo Sacro de Adeje. Una cafetería debía coronar la intervención que, de momento, ve la fluidez de sus miradores, una segunda piel sobre el barranco, interrumpida por la indecisión de qué hacer con lo que oculta la plaza.

Si la plaza es tan potente y se rinde al barranco, si las excursiones arrancan de Adeje para llegar a la cascada y si este es un edificio hecho de pasajes y atalayas, ¿por qué no abrir el espacio y fomentar su relación con el lugar? Un edificio sobresaliente merece ser llenado de vida y uso. Enterrado así, en vida, este proyecto produce una tristeza que no merece este sobresaliente ejercicio de urbanismo.

Por Anatxu Zabalbeascoa

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